El problema de Frankenstein: información vs. conocimiento

En una mañana cualquiera, el audaz Ernesto enciende su computadora, abre el “Internet Explorer Edge por favor que alguien me use” y busca “¿cómo hacer un inodoro?”, “¿cuántos kilómetros hay hasta la luna?”, “¿por qué la tierra es plana?”, “¿cómo hacer tortafritas sin harina?”, “¿qué pasa si como mi propio cabello?”.

Para cualquiera de las búsquedas habrá una respuesta. De estas búsquedas, o de las que te imagines. Siempre habrá alguien que estará dispuesto a dar “información” sobre el tema que uno desee. “Genial” dice Ernesto, mientras se reclina en su silla “tengo acceso a toda la información del mundo, siempre, todo el tiempo”. Lo que no sabe Ernesto es que toda esa información sirve tanto como un diccionario a la hora de escribir un cuento. “¡Hey!, incluso puedo tener mis diccionarios en internet”, piensa Ernesto mientras se dispone a escribir el mejor cuento de la historia. Después de todo, tiene todas las palabras que existen y su significado en la punta de los dedos. De hecho, el ícono de un parlante le indica que, de desearlo, podrá escuchar la correcta pronunciación de X palabra. ¿Qué podría salir mal?

Conocer las palabras como trasuntos de los átomos a la materia, siendo ambos unidades… Mejor, por prudencia y funcionalidad, cortemos aquí la comparación para no meternos en asuntos de partículas subatómicas y letras. De nuevo: conocer la composición del agua nos dice tanto del océano como leer todas las palabras que conforman "El almohadón de plumas" (cuento de Horacio Quiroga, escritor uruguayo, publicado en 1917) en orden alfabético. Y esta idea de intentar conocer el sentido del todo a través de las partes es el problema que tuvo Víctor Frankenstein (de Frankenstein o el moderno Prometeo, publicado en 1818 y escrito por Mary Shelley, madre de la ciencia ficción) a la hora de fabricar a su “hijo” (o “demonio”, como el desamorado doctor llamaba a su creación): tuvo en sus manos todas las partes necesarias para crear un cuerpo, así como nosotros tenemos a nuestro alcance toda la información necesaria -e innecesaria- que se nos pueda ocurrir; fragmentos aislados cada vez más pequeños y específicos que nos evitan perder el tiempo en cosas que “no nos interesa saber”. Y esa es la fórmula perfecta para llenar a Ernesto de información y dejarlo vacío de conocimiento.

Información: el folleto que viene con los muebles de Ikea. Muebles de placas. Fácil, rápido y con resultados a media hora de distancia. Seis tornillos, ocho planchas grandes, tres finitas y seis gruesas. Vaya del diagrama A al B y termine en el C. Resultado: vas a poder armar un escritorio en una hora.

Conocimiento: un carpintero; un oficio que ni por arte de magia se puede aprender en menos de un año. Probablemente, el primer acercamiento que debamos hacer al mundo de la carpintería sea lijar una madera. Resultado: quizá tardes un año en aprender a construir un escritorio pero, una vez logrado, vas a poder construir cualquier mueble desde cero.

Claro que, a veces, solo queremos armar un mueble de placas para poder seguir con nuestra vida. Pero estoy seguro de que todos coincidiremos en que la vida no puede ser una seguidilla de muebles de Ikea.

Entonces, después de haber armado su escritorio símil roble oscuro -con tres cajones con rieles y un portavasos- y sin tener la más mínima idea de cómo se trabaja la madera, Ernesto, colérico, me interpela: “pero en internet también puedo encontrar todos los libros que quiera, y en ellos ya hay conceptos mucho más amplios que me acercarán al conocimiento, no solo a la información”. Y tiene toda la razón del mundo…, en parte. Para volver con el doctor Frankenstein y su creación, podríamos decir que tener acceso a un libro sería como tener la pierna en lugar de una fibra muscular. Pero ¿qué deberíamos hacer? ¿Bajar todos los libros a nuestro celular? ¿Incluso los libros que contradicen a los otros libros?

El pobre doctor no supo qué hacer con todos los fragmentos que recolectó, y terminó perdiéndolo todo. Así como los terraplanistas que, a pesar de todo el cúmulo de conocimiento humano… Bueno, terraplanistas.

Entonces, si logramos escapar a la comodidad de vivir a través de la información fragmentada, formulaica, que escapa a cualquier análisis que no sea el práctico e inmediato, si logramos acceder a conceptos más profundos, a la reflexión y el pensamiento abstracto, ¿qué más podríamos necesitar o tener en cuenta para no caer en la tragedia de Frankenstein? La verdad es que no estoy muy seguro. Se dice por ahí que todos somos enanos parados en los hombros de un gigante, que vemos todo según su altura, que a pesar de poder mover la cabeza, nunca elegimos el camino que él sigue. De este modo, y según el gigante de Ernesto, nosotros vemos y ordenamos nuestro conocimiento. El mencionado carpintero podría dedicarse a construir altares, armarios o guillotinas, según la filosofía/religión/moral/gigante que lo lleve.

La mala noticia para todos, pero más que nada para Ernesto, que se pensaba paradigma del hombre moderno, objetivamente informado según su libre deseo e inabarcable acceso a la información, es que siempre hay un gigante bajo nuestros pies. Sea Mazinger, Cthulhu, Godzilla, un titán o el que quieran.

La buena noticia, incluso para Ernesto, que cree que todo es como es porque así son las cosas, es que, una vez somos conscientes de la existencia del gigante, podemos evaluarlo y elegir mudarnos a otros hombros más copados.
 

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