Síndrome Pochoclo: ¿cómo escapar al confort cotidiano?

El problema de la rutina audiovisual


Cualquiera que tenga un perro… Cualquier mascota en realidad, pero en este caso prefiero ir a lo seguro: un canis familiaris

 

Como decía, cualquiera que tenga un perro, además de ser más feliz, sabe que el primer paso para la buena calidad de vida de su compañero cuadrúpedo es armar una linda rutina. Y no es algo demasiado complicado de entender: la rutina -y que me perdone aquel espíritu libre que busca emociones fuertes a la vuelta de cada esquina- le da a Pochoclo (el nombre del perro en cuestión, un mestizo, porque eso de la pureza de raza sabemos dónde termina) un sentido de seguridad. Para alguien que no pueda conocer las reglas del mundo moderno: semana de siete días, 44 horas de trabajo, fin de mes, principio de mes, fin de año, interacción social, hacer el ridículo en alguna fiesta familiar, acordarse del bochorno tres días después en la ducha, hacerse un bollo y llorar abrazándose las rodillas, y así…

Sabemos todo esto porque nos instruyen para conocer las idas y vueltas de cómo se suceden las cosas en las urbes contemporáneas, y podemos anticiparlo. Pero todo esto es ignorado por Pochoclo. Todo lo que él sabe es que a las diez de la mañana lo sacás a pasear, vuelve y le das un premio, una hora después almuerza, duerme en tu cama, juega con la cabeza de un viejo oso de peluche, cena... y te escucha llorar en la ducha mientras te abrazás las rodillas. Y este ciclo, repetido una y otra vez, le brinda seguridad. Y si en este momento buscaste con la mirada a tu Pochoclo para contemplarlo mientras babea o sueña que corre, para pensar cuán pequeño e inocente es que no puede sobrellevar el mundo, quiero decirte: todos somos Pochoclo.

Entre los memes más recurrentes que circularon por las redes durante esta pandemia están los que subrayan la tendencia de ver una y otra (y otra) vez la misma serie. Y es que la situación se repite: termina el día, llega la hora de relajarse un par de horas y le preguntás a tu pareja, a tu compañero de piso, a tu hermana/o, al ser vestido con látex negro que vive con vos o incluso a tus viejos "¿qué vamos a ver?". Y en estos, esa pregunta tiene una terrible maleabilidad, porque no se refiere a qué podemos elegir de entre veinte canales según la hora. Estamos hablando de un momento cuando, de formas más o menos honrosas, tenemos acceso a cientos de series, documentales  y películas, antiguas o de estreno, de Estados Unidos, nacionales, coreanas, españolas, indias y un largo etc.. Todas listos para comenzar cuando estemos desocupados, cuando demos “Play”. Sin embargo, y desoyendo las publicidades que nos inducen a ser arrojados e impulsivos -sin recordar nuestro horóscopo, que nos aconsejó probar cosas nuevas- más de la mitad de las veces elegimos ver lo que hemos visto más de diez veces.

“Poné The Office y listo, que no quiero pensar”.

En el punto más alto de la sociedad moderna (mientras dure), donde tenemos la tecnología para ubicar a una persona en cualquier parte del globo gracias al uso de los satélites (no a un dirigente de relevancia mundial, ponele), podemos ubicar a Ernesto para saber si llegó al supermercado. Y lo más importante: la mayoría de la población comprende cómo funciona la mecánica de los satélites. Es un punto en la historia de la humanidad en que se puede predecir el clima, en que sabemos cómo funcionan los procesos biológicos de nuestro cuerpo y los de Pochoclo. Bueno, a pesar de esta gran comprensión de todo lo que nos rodea, paradójicamente el hecho de ver una serie al final de una jornada cualquiera es un ejercicio mental demasiado pesado. Al parecer, la rutina moderna nos deja tan mentalmente abatidos que, al final del día, no queremos ningún sobresalto.

La incertidumbre de este mundo que pretendemos conocer en los temas trascendentes tiene unos niveles de incertidumbre cotidiana que nos deja llenos y empachados de “screamers” y giros argumentales. A las nueve de la noche somos como Pochoclo. Queremos algo que ya conocemos. Queremos saber exactamente qué va a decir cada uno de los personajes. Ya no podemos correr el riesgo de que alguien muera en pantalla ni de que el malvado escape o el héroe pierda el colectivo. Y si somos justos con la realidad, si nos encontramos en la posición de poder tener acceso a internet (pagarlo), si tenemos un tiempo a la noche para relajarnos y ver “tele” es porque estamos en una posición bastante cómoda dentro de la sociedad. Quiero decir: no somos refugiados de una guerra, no estamos durmiendo en un taller clandestino ni hay zombis afuera. Tenemos acceso a los servicios básicos. Este buscar el confort de lo conocido se da en una porción de la sociedad que está todo lo mejor que se puede estar sin hacer un uso obsceno del capitalismo. Y aun así, caemos en el síndrome de Pochoclo.

La pregunta que aparece como urgente sería, entonces, cómo evitar ser Pochoclo. O, en el peor de los casos, cómo encontrar a alguien que nos adopte para que nos traiga un poco de certeza y tranquilidad a nuestra vida. Si esto falla, no nos quedará otra que dejar de ver la tele, salir y prender fuego las ciudades, acabar con todo y empezar desde cero. Si esto tampoco parece ser un buen plan a corto plazo… Bueno, quizás solo nos quede apagar la tele, ir a abrazar a nuestro perro, rascarle la panza y ver qué podemos aprender de él.

Etiquetas: La columna de El Santa

Ver noticias por etiqueta: